jueves, 29 de agosto de 2013

Transiberiando

La costumbre local es traer bolsos con comida, pan, tazas, cubiertos, saquitos de té, fruta y verdura, y de esa comida que con agua caliente despierta a la vida (principalmente, fideos en una sopa). Lo común también es ponerse ropa cómoda apenas suben y volverse a cambiar antes de bajar. Y si se hacen buenas migas con los compañeros de compartimento, la comida a veces se comparte.

En el tren hay un vagón restaurante, pero los precios son algo elevados y, según el vagón en el que estés, tenés que atravesar muchos para llegar, lo que implica también pasar por varios ceniceros humanos (al final de cada vagón). Hay una señora que recorre todo el tren y pasa cada tanto con un changuito lleno de bebidas y refrigerios. También se puede acudir a la encargada o al encargado del vagón para comprar saquitos de té, sopas, golosinas, etc. Ellos se encargan de controlar los pasajes, darte la bolsita con sábanas limpias, contrabandear cerveza (aunque caliente y sobrevalorada), pasar el trapo, sacar la basura y limpiar los baños (que constan de un espejo, un lavatorio y un moderno inodoro que descarga sobre las vías). Los baños permanecen cerrados durante las paradas más largas, supongo que para que nadie se esconda ahí y viaje gratis y, principalmente, para evitar la hediondez en las estaciones.

Yo creo que nos mezclamos bastante bien; entrábamos con nuestra bolsita con provisiones para el viaje y nos cambiábamos para estar de entre casa. Sabíamos en qué estaciones íbamos a parar más tiempo para bajar y comprar agua o lo que sea. Generalmente llevábamos sanguchitos, sopas, café, fruta, galletitas, pepinitos, paté y cartas, la forma de entretenimiento que más usamos, junto con leer en el Kindle, escuchar música, jugar al Carrera de mente en el celular, mirar por la ventana, dormir y hacer nada, que acá se vuelve una opción de algo para hacer.

En todos los trayectos (menos uno), dormimos uno abajo (yo) y otro arriba (él) en las camas que están ubicadas en forma paralela al pasillo. Durante el día, convertíamos mi cama en mesita con asientos y a la noche (aunque también gran parte del día), la transformábamos en cama. Para dormir, colgaba la sábana de la cama de arriba para que funcione como cortina (ver foto) y me hacía mi propio monoambiente privado, casi casi como si estuviera en primera... o nada que ver.

Eso de que te ofrecen vodka parece ser una falacia. Estaremos fuera de temporada o no hacía el frío que lo ameritara. Menos mal. Aunque no pudimos aplicar las extrañas excusas que la Lonely Planet recomienda para evitar el vodka tras la insistencia de los rusos, entre las que se incluyen: tomar tragos muy pequeños, mañana madrugo (esta es bastante sospechosa, dado que estamos todos en el mismo tren durante días y bien se sabe que madrugar no tiene sentido) y, la mejor, soy alcohólico.

La comunicación es un obstáculo, nadie habla inglés, pero con señas y algunas palabras se sobrevive. Nos topamos con una viejita simpática que aún no sé cómo nos contó que los trenes eran de 1960, que tenía una hija de 31 y un hijo de 38. Nos escribía los números en un papel, y nosotros adivinábamos el resto. La aplicación que convierte el cirílico y el diccionario ruso fueron de gran utilidad para comunicarse y, por ejemplo, para comprar leche, tarea difícil en Rusia, porque tienen centenares de productos similares del mismo tipo y en el mismo envase (algunos tan agrios que parecen vencidos, aunque no sé si son leche en sentido estricto). Después de dos intentos fallidos y una vez que recordamos que se dice moloko, lo logramos.

Ekaterimburgo fue nuestra primera parada, ahí caminamos por la ciudad y tipeamos un rato en el monumento Qwerty. Después llegamos a un Krasnoyarsk lluvioso de madrugada y se nos aguó el plan de ir a la reserva natural Stolby. Lo mismo nos pasó en Irkutsk, donde el mal tiempo nos impidió ir al lago Baikal, el lago de agua dulce más profundo del mundo y, posiblemente, un futuro océano. Tuvimos que conformarnos con verlo desde el tren. Y finalmente, después del trayecto más largo, de 76 horas y una de retraso, y tras haber recorrido más de 11.000 km en tren en total, llegamos a Vladivostok, la San Francisco rusa según dicen. El último trayecto fue uno de los más cómodos, porque nuestro compartimento estuvo vacío la mayor parte del tiempo, lo que implica una disminución de glándulas sudoríparas, hiperhidrosis y ronquidos. 

A medida que nos adentrábamos en Rusia, los paisajes y las estructuras de las casas iban cambiando. Las vistas desde el tren eran más lindas y la competencia de chinchón, más feroz. 

En resumen, leí tres libros, dormí mucho más que de costumbre, tuve calor de día y frío de noche, usé muchas veces medias con ojotas, aprendí a comer pipas con una sola mano y nos entretuvimos con otros medios que no fueran internet, como en los viejos tiempos.

Próximo destino: Corea del Sur, en este ferry que existe solo de este lado del planeta.

El tren
La previa




















Formas de entretenimiento: leer, jugar a las cartas con cerveza, jugar a las cartas sin cerveza, dormir, despedir amigos imaginarios, hacer nada, etc.

La ventana del tren












Ekaterimburgo


Extreme Makeover

Krasnoyarsk

En Irkutsk, volviendo de hacer las compras

Recién llegados a Vladivostok

Recién salidos de Vladivostok

3 comentarios:

  1. Me estoy poniendo al día... el tren un asco, puedo vivir sin conocerlo (o que me garpen el vip). Marina

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  2. Pienso que es una gran experiencia de vida, conocimiento de otras costumbres y lugares. Los admiro porque yo no lo haría. (Menos, con los "olorcitos" que dicen que hay). Un beso grande y seguimos viajando con Uds. Cristina

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  3. Tenemos ganas de hacer el transiberiano pero con una bebé que tendrá unos 9 meses (muy tranquila y adaptable la pobrecita pero bebé al fin), qué tan complicado lo ven?

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